martes, 3 de julio de 2012

LO QUE EL ASADO DEJÓ

  Como siempre, el hombre se levanta con hambre. No importa la cantidad que se haya metido a la boca la noche anterior. El hombre, se levanta, ya con mucho hambre. Como si no hubiera comido en años.

  Esta mañana, tiene un poco menos hambre que siempre. Algo le debe haber sucedido. Obviamente, tener menos hambre no es de gran importancia, porque de cualquier manera,  va a comer todo lo que pueda, lo más rápido que pueda, hasta que se sienta mal, y pueda así empezar el día. Si conoce a uno, lo sabe: así son los cagados de hambre.

  Mientras se termina el segundo sánguche de dulce de leche con chocolate y mate, mira a su alrededor y comienza a reflexionar. Hay muchos platos por lavar, el piso está sucio de barro. El perro no aparece por ningún lado, debe estar que no se puede mover.

  Por primera vez en el día, una sonrisa de satisfacción se dibuja en su cara: Ayer hubo asado en la casa.

  Sin pensarlo mucho, se pone a limpiar los platos llenos de grasa seca de anoche, y sigue recordando. A media tarde, Estaba preparándose un licuado vitamínico, cuando apareció un compadre, de sorpresa. La doña había preparado montañas de galletas caseras tipo cookies de chocolate, y venía a compartirlas. El gesto era inesperado, y prefirió no preguntar. Quizás estaba  la suegra en la casa, y se tuvo que escapar. Los amigos siempre se acuerdan de uno.

  Y desde allí, todo se dio naturalmente. Gracias a la magia del celular, en muy poco tiempo ya estaba todo organizado. Los chorizos tipo vascos que se iba a preparar para la cena, pasaron a ser la previa del asado. Carbón ya había de la otra vez, y antes de venir a la casa, los compadres iban a pasar por la carnicería. Lo prometieron: Se iban a poner las pilas, que la otra vez no habían comprado más que cortes de carne, y nada de achuras.

  Al loco que siempre anda de la croqueta, se le encomendó traer ensalada. Típico: Trajo demasiado tomate y papa –en promoción- pero ni una cebolla. Por suerte, la cocina del casero estaba stockeada, por lo que no hubo necesidad de salir nuevamente. La criolla violenta iba a salir con turbo, semillitas de girasol, lino y amapola, almendras, morroncitos, dos tipos de pimienta, pedacitos de queso gouda, aceite italiano.

  Ya todo estaba encaminado. La noche se estaba armando, la brasa casi a punto, y el compadre que dice: -Comete una galleta más boludo, que se enfrían. Obviamente, el hombre no iba a dejar que se enfriaran, y agarra dos. A la par que se deleitaba con la galleta chocolatosa, iba ubicando los chorizos sobre los costados de la parrilla.

  -¡No se puede creer! ¡Un tipo grande, y sigue siendo el mismo cagado de hambre bajonero hijo de mil puta! Las risas suben su volumen. El hombre se da cuenta que hablan de él y se da vuelta, un chorizo en una mano, un tenedor parrillero en la otra. No puede responder, porque tiene la boca demasiado pastosa de chocolate y avena. Los amigos ya conocen la tendencia del hombre a no reprimir su risa, y uno grita, experimentado
  -¡Cuidaaado! a la vez que se hace a un costado. Pero es demasiado tarde para que los demás reaccionen. El hombre no puede reprimirse, y su carcajada explota, enviando fragmentos de galleta a medio masticar a distancias mayores de dos metros. Por esos guiños de Dios, el único que las recibió, fue el que se hizo a un costado. Ese fue una de las risas más grandes del asado.

  En ese momento, el hombre se da cuenta que todavía debe seguir estando la segunda galleta en el recoveco dela parrilla, y la va a buscar. Está algo dura, pero todo bien. Ya los platos están secándose, y es tiempo de ponerse a limpiar el piso. Pero antes, se da cuenta de que, gracias a ser el dueño de la casa, los restos del asado han quedado en su poder.

  Abre la heladera, y la sonrisa que estaba adornando su cara por segunda vez en el día se torna al instante en un ceño tormentoso. La furia lo arrebata, y empieza a las puteadas. –No lo puedo creer, me los zarparon, la puta madre, ¡donde están! ¡La puta madre que me parió!

 Un instante después, vuelve la alegría a la casa. Recuerda que, previsor en su mentalidad de cagado de hambre, ha escondido el plato con los restos, en el ropero, para que nadie se los zarpe.

  El can está sentado, obediente, frente a la puerta cerrada del ropero. Ahora el hombre entiende por qué el perro no ha figurado en toda la mañana. Desliza la puerta del ropero, y por tercera vez en el día, se forma una sonrisa plena, y la cola batiente del perro busca confirmar lo evidente: El prealmuerzo está por venir.

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